Su rostro se
había endurecido. Irene contemplaba la situación con lejana incertidumbre, era
muy chica para comprender el peso de sus palabras. <Perdón> susurró su
voz cristalina que se empezaba a resquebrajar a causa de un llanto inminente.
Sus ojos gris verdosos, de mirada tierna y textura de la miel crisparon, su
piel blanquecina se tornó rojiza y su semblante se contrajo para detener las
lágrimas próximas, como quien intenta contener el desborde de un gran balde con
agua asediado por tormentas.
Él la miró
con comprensión foránea, intentaba soslayar su carácter petulante. <No
llores> gimió Jorge en un grito conclusivo, casi extranjero. Irene se volvió
para mirarlo, sus ojos destellantes (que él advertiría a la hora de la
redención, le hacían acordar a su madre) buscaron un consuelo vanidoso. Jorge
advirtió la situación con infinita complacencia, esa niña, tan pequeña como era, aquel barranco emocional que se
escapa de los confines de su control, el alma límpida de la pequeña Irene, sus
labios inferiores y sus mandíbulas que temblaban incesantemente, como
penetrados por temperaturas bajo cero, intentando acatar la orden recientemente
dada.
Quizá se habría
sentido acorralado ante la desproporción de las magnitudes emocionales, o tal
vez otro mal día laboral le habría hecho perder la conciencia, la voz pedante
de Menéndez que le retumbaba en la cabeza < ves que no servís para nada>,
<Gutiérrez necesitamos esos papeles
para el martes>, habría hecho estallar su ira contenida que tenía como
interlocutor a esa pequeña niña de cabello corto y semblante taciturno (¡Es
igual a su madre!). La tensión del momento arribó como un huracán ante esa
represa y las tormentas terminaron por desbordarla. Echó su cabeza hacia abajo
y dejó caer su cabello (lacio y claro como una hermosa cascada de agua
cristalina) por sobre su cara (¿dije que
era armónica y bella? ). Unas gotas de
mar trazaron su semblante. Sus movimientos parecían suspenderse en el viento.
El encono venció a Jorge (¿encono?) y como un gran yunque su mano cayó sobre
ese delicado violín de seda, hecho únicamente para trazar melodías consonantes,
irrumpiendo de ese modo con acordes estridentes, con otros tonos, en otra obra,
de otros tiempos…
La imagen
paralizó a ambos, es estruendo hizo crujir las almas y el llanto ciego le tendió su caricia. La
unión sanguínea de estos seres hizo eco ante las diferencias que ahora los
separaban, como dos continentes, que hacia millones de años se encontraban
unidos y que ahora estaban separados por kilómetros de ríos, mares, océanos, y
sus costas eran tan invisibles como irreconciliables.
La agudeza
y templanza de Irene estuvo en captar la primera orden de su padre, y esta
percepción permitió ver lo horrible del accionar de Jorge. “al fin y al cabo
ella no tiene la culpa de las ausencias de su madre”, pensó. Los segundos
transcurrieron como tildados y eléctricos, decidió ganar la puerta para evadir
las situaciones ulteriores y dejar a su pequeña Irene en su habitación con sus
débiles y prematuros años llorando en silencio (que es el peor de los llantos).
Ya en el
corredor hizo referencia de su ineficacia con un certero puñetazo hacia los
tabiques de la pared. El dolor y la hinchazón se hicieron presentes a medida
que descendía su exaltación. Bajó por las escaleras y se dirigió a la cocina
por algo de hielo, se sentó en una
de las sillas y se dispuso a enfriar su
mente.
El reloj de
pared marcaba las 11:33 pm, la escalera parecía ahora un ascenso al Tártaro,
donde las llamas lo perturbaban.-lo más fácil-pensó- seria ir en busca del
perdón- pero la vaga idea del reencuentro lo tendía hacia el precipicio, Irene
lo miraría y le diría perdón, y eso bastaría para su alma, pero la cicatriz
insondable que acababa de impartir se agrandaría con el trajinar de los días, y
la sutileza de su inocencia exasperaba a Jorge, adhiriendo a su crueldad
impartida. El segundero cintilaba en su cabeza, los mosaicos de la cocina, a los
que ahora observaba con detenida atención pero con mirada perdida, alternaban
entre en negro y el blanco, cubriendo así el ancho del recinto, que trazaba su
horizonte en lejanías obscuras, un viento helado envolvió su cuerpo y las
huestes se alinearon frente a él.
El paisaje
era sombrío y un aroma a sangre envolvía el ambiente, hacia el este una fila de
soldados taciturnos protegía el batallón negro, hacia el sudoeste dos guerreros
como torres resguardaban desde las esquinas, a sus lados (izquierda y derecha
respectivamente) dos jinetes, también de lienzos negros, agitaban los vientos
con sus espadas hoscas, por esa línea se
hallaban dos caballeros de marfil que se mantenían erguidos en sus casillas,
mientras que en el centro dos sujetos ,también armados, con desdenes de
subordinación mantenían sus ojos mirando hacia el norte. La neblina espesa
cortaba el tiempo en dos. Un grito se escuchó del otro lado de la espesura y un
soldado de vestiduras blanquecinas avanzó por sobre el campo cuadriculado, y la
defensa de soldados taciturnos comenzó a moverse lentamente. Jorge dio un paso
hacia adelante para no perderlos de vista, quiso correr pero no pudo, sus
piernas le pesaban y sus movimientos eran lentos. Quiso llorar y se echó al suelo, sus rodillas
pesaron sobre un gran cuadrado blanco, el campo parecía de mármol, se miró las
manos, parecían endurecerse y debilitarse a la vez, en su diestra cargaba una
espada pobremente afilada y traía vestiduras penumbrosas. La sangre era parte
del aire, las cabezas de las torres crujían sobre el suelo de mármol, los
caballos gemían los peores preludios, su coraje envilecía –pobre Irene- pensó,
se quedaría tan sola si algo llegara a pasarme. ¿O acaso…? La voz súbita de
Irene, aquella chiquilla rutilante, lo reflejó ante la cota del jinete áureo,
las patas delanteras del corcel se alzaron frente a Jorge al mismo tiempo que
la espada temperada ahondaba en sus harapos. Una fuerza ancestral se esparció
por sus entrañas, mientras la sangre se ramificaba en el suelo para volverse
parte del aire, como él mismo. Sus ojos advirtieron las lágrimas que iban
fecundando su faz, lágrimas lejanas, que no le pertenecían, y ahí supo
comprender el dolor, y se dejó caer al suelo cuando el jinete ejecutó el
movimiento inverso con su espada que reflejaba la luna, como a un reloj infinito,
y oyó el cabalgar del caballo áureo alejarse hacia el noreste, y la sangre, el
mármol, las lagrimas, Irene y la luna se fundieron para ser el último suspiro.
El segundero
seguía contando (en la quietud de la noche sus golpes se volvían con un
estridencia peculiar). Abrió los ojos húmedos y dirigió la mirada hacia esa
luna infinita. 2: 25 de la madrugada. Tan solo en unas horas debía partir para
el trabajo y una sensación de calma recobrada se esparció por su ser, se
incorporó lentamente de su silla y se dirigió a la escalera sonriente, ya en
los últimos escalones echó un vistazo final a los pisos de mármol que dejaron
ver un camino de sangre que culminaba en su estómago, Jorge llevó sus manos a
su abdomen mientras una llamarada parecía arrebatarle la mirada.
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