viernes, 1 de noviembre de 2013

las lluvias de agosto

   Rara vez me vi tan ofuscado como aquella noche, si bien las cosas entre nosotros no venían bien desde hace ya tiempo, esa mirada culminó con mi paciencia, es como si el frío de las avenidas hubiese helado nuestras almas dejándonos solos en la oquedad de las veredas. Los minutos que siguen son más penosos aún, un caminar en silencio por vastas calles que parecen interminables, sosteniendo con mirada esquiva una trivialidad aparente que consiste en resistir esa elipsis, como una prueba de resistencia tácita que deja entrever la pesadez del silencio. Llevo las manos a los bolsillos y sigo con la cabeza baja, inventándome posibles respuestas ante ocasiones que pudieran llegar a desenvolverse en los minutos próximos, las calles siguen sus recorridos y mis  réplicas mentales parecen cada vez más certeras. Hasta que ocurre, levanto la vista y veo sus ojos que me escrutan con desdén riguroso, como si leyera todos los movimientos en mi frente,  y yo en un intento inexorable de borrar esos vestigios de pensamientos premeditados, cambio la textura de mi faz, y me decido a  reparar en los charcos que se alojan cada pocos metros en las baldosas de asentamiento dudoso, tratando de desdibujar mis alusiones y llevar mis pensamientos a las lloviznas que aquejan desde hace rato. Pero la conozco, sabe a su vez que yo también puedo leer sus labios cerrados que me hablan, que me hablan al mirarme e intentan decirme <nos conocemos demasiado> esa situación se vuelve extrema, una brisa se lleva el mundo y nos deja solos, desnudos y transparentes, cualquier movimiento en falso podría ser letal, ambos acabamos de quedar inermes, indefensos en esa batalla omisa, detenidos como la noche, deseamos besarnos, pero habría que tender la mano  y conciliar por una buena partida.  Entonces lanza esa mirada amistosa que consiste en relajar el entrecejo y construir una sonrisa tenue, como si el viento empujase el extremo de sus labios. Puedo ver que sigue hablando con los labios mudos, pero itero –rara vez me vi  tan ofuscado- no cedería por menos que una conversación explícita o al menos dejar pasar unos días en silencio para que mi enojo tenga un sustento en la indiferencia al menos . Es en ese momento cuando cambio el rumbo y me vuelvo a los charcos permitentes. ¿Acaso está lloviendo más fuerte? El juego sigue abierto, cada uno toma su daga y calla.
 Un último asomar de banderas blancas antes de los 50 metros finales cae en su entrecejo, pero aprieto el paso para llegar rápido con ademanes de molestia por la lluvia, es ahí cuando su mudez me susurra nuevamente, la oigo de soslayo < sé que te gusta caminar bajo la lluvia>intenta decirme, pero al fin y al cabo lo mismo da, no quería hablar, estaba enojado.
   Las rejas de su casa detuvieron el martirio- es ahora o nunca- un vislumbrar de ojos azules, un viento que sopla lejos, una garúa intermitente, luna que enmudece, farol que penumbra, -nos vemos- beso apresurado en la mejilla, doblar de esquina y caminar tranquilo bajo la lluvia. –¿está lloviendo más fuerte?.
  Los días ulteriores no fueron tan pacíficos como esperaba, recuerdo haber llegado a casa tarde, mamá dormía en el sofá y de entre sus suspiros una humareda blanquecina acompañaba su respiración, no pude menos que aumentar la calefacción. Fui a la cocina y me preparé un té. Mis manos casi dormidas asían las cosas con torpeza debida y temblequeo constante, mi nariz helaba y un dolor debajo de los ojos parecía vaticinar un principio de gripe. Me acosté rápidamente y encendí la radio, no tenía ganas de leer y el huracán que padecía mi cabeza necesitaba un reposo de ideas, creo haber escuchado un minueto bastante alegre antes del pronóstico extendido.

   Mamá vino a despertarme al otro día, se apareció en mi habitación a eso de las 11 de la mañana con un mate que expelía un vapor reconfortante, le pregunté porque  no me había levantado antes que había perdido una clase en la facultad, y me respondió que me veía cansado y no quería despertarme. –ayer me quedé hasta tarde esperándote-
- sabes que no me tenes que esperar, siempre llego tarde los sábados
- ¿a dónde fueron  con María?
-al cine.
Mama me miro sorprendida de que hubiese respondido sin vacilar. Suspiré levemente y cambié la conversación. Mama tiene un olfato especial para este tipo de cosas.
-¿Vos te sentís bien? no te ves muy animado.
-me siento un poco resfriado, eso es todo. ¿Todavía sigue la lluvia?
- sí y hasta el miércoles parece va a estar así, ¿querés que te tome la fiebre?
-¡hasta el miércoles! yo tengo que salir mañana a buscar unos apuntes a la casa de Julio
-con este  resfrío no te conviene. ¿En serio te sentís bien?
-Me voy a desayunar, gracias por el mate-
Pobre, no tiene malas intenciones, solo que no tengo ganas de hablar. Aún estaba algo enojado. ¿Tan fácil se escribe mi frente?

Esa tarde el resfrío se acrecentó y estuve en cama todo el día, me hice el dormido gran parte del mismo, para que mamá no estuviera detrás de mí  como un sabueso en busca de información. El aguacero sobre las ventanas generaba un ambiente adecuado para seguir acostado.
 ¿Qué estaría pensando maría?
Un locutor vociferaba el traspaso de los partidos de fútbol por el temporal.
Esa noche dormí mal y desde el amanecer estuve con dolores de cabeza, tomé un ibuprofeno que encontré y a las ocho de la mañana me fui para lo de Julio.
Baje en la estación de Banfield para ir a su casa, las cerrazones habían teñido el barrio de un violeta oscuro, era divertido ver los charcos en los empedrados, si uno se fijaba bien las gotas parecían emerger de los estanques,  y más bello aún era contemplar la garúa incipiente en los faroles de la avenida, parecía volverse visible aquel espectáculo transparente. 
  Hablé rápido con julio, le pedí los apuntes y me marché, tuve que desistir a su invitación de una taza de té, no tardaría en preguntar por cómo iban las cosas con María y darse cuenta de nuestro conflicto, a lo que sucederían preguntas impertinentes a las que no tenía ganas de contestar.
  Llegué a casa cerca del mediodía, doña Ester sacaba a baldazos el agua del interior de su casa y mis jeans estaban marcados por el agua tan solo unos veinte centímetros por debajo de mis rodillas. Entre a casa, salude rápidamente a mama y me fui a repesar los apuntes a mi cuarto. La cabeza se me partía en dos y surgieron dentro de mi unas pesadas de ganas de llamar a María, pero debía sostener mi defensa yo solo estaba dispuesto a escuchar, pero extrañaba su voz y su sonrisa tenue, como si los problemas del mundo se detuvieran en esa pincelada aurea, pero no, no podía flaquear ahora. -se me parte la cabeza.
   A las horas vino mama a preguntarme si había tomado algo para el resfrío y comentarme de cómo a Ester se le había metido agua en el living. < Tu padre siempre decía que en más de 30 años en el barrio nunca había llegado el agua de las tormentas hasta más que la reja de entrada>  dijo mientras la miraba taciturnamente y su imagen se borraba entre la nebulosa febril. 
  Los días que siguieron los pase en cama, recuerdo un doctor que me mira desde arriba, mama que me acaricia preocupada, inyecciones amargas, paños mojados en la frente, ardores que no cesan, imágenes discontinuas y borrosas. Para cuando desperté me sentí como si me hubieran atropellado y las precipitaciones se mantenían incesantes en el fulgor del ventanal. -¿qué día es? Pregunte a mama –
-viernes hijo, tenés que guardar reposo como dijo el médico.
Viernes ¡tengo que llamar a María-me vestí con prisa
-no hay teléfono, se cortó con la tormenta.
-entonces me voy a su casa
A pocos pasos de la puerta de salida pude divisar como la lluvia se escurría por debajo del umbral que me obligaro a recular hacia el comedor, el agua nos arrinconó a mama y a mi contra una de las paredes, las luces de las lámparas cintilan, el agua se mete a borbotones y se escuchan unas chispas que provienen de la calle justo cuando la lluvia ganaba las tomas de corriente, y nosotros con el agua que ya nos llegaba a la cintura, todavía puedo ver su temor aferrado con sus uñas en mi brazo derecho.
-Juan… Juan
La mire desconcertadamente.- perdóname por lo de hoy, en serio, no estuve bien y no quiero que estemos peleados. ¿Me escuchas?
-si si, está bien-aún estaba algo perdido
 Sus ojos azules volvieron a penetrar con dulzura acertada aunque los míos se encontraran oscilantes
- te amo, ¿sabes?
Acepté  su confesión con mi sonrisa más cálida, aunque ella me miró desconcertada, debió pensar que seguía reposado en los charcos que se agitaban en las veredas.





miércoles, 24 de abril de 2013

Siciliana


  Su rostro se había endurecido. Irene contemplaba la situación con lejana incertidumbre, era muy chica para comprender el peso de sus palabras. <Perdón> susurró su voz cristalina que se empezaba a resquebrajar a causa de un llanto inminente. Sus ojos gris verdosos, de mirada tierna y textura de la miel crisparon, su piel blanquecina se tornó rojiza y su semblante se contrajo para detener las lágrimas próximas, como quien intenta contener el desborde de un gran balde con agua asediado por tormentas.
  Él la miró con comprensión foránea, intentaba soslayar su carácter petulante. <No llores> gimió Jorge en un grito conclusivo, casi extranjero. Irene se volvió para mirarlo, sus ojos destellantes (que él advertiría a la hora de la redención, le hacían acordar a su madre) buscaron un consuelo vanidoso. Jorge advirtió la situación con infinita complacencia, esa niña, tan pequeña  como era, aquel barranco emocional que se escapa de los confines de su control, el alma límpida de la pequeña Irene, sus labios inferiores y sus mandíbulas que temblaban incesantemente, como penetrados por temperaturas bajo cero, intentando acatar la orden recientemente dada.
 Quizá se habría sentido acorralado ante la desproporción de las magnitudes emocionales, o tal vez otro mal día laboral le habría hecho perder la conciencia, la voz pedante de Menéndez que le retumbaba en la cabeza < ves que no servís para nada>, <Gutiérrez  necesitamos esos papeles para el martes>, habría hecho estallar su ira contenida que tenía como interlocutor a esa pequeña niña de cabello corto y semblante taciturno (¡Es igual a su madre!). La tensión del momento arribó como un huracán ante esa represa y las tormentas terminaron por desbordarla. Echó su cabeza hacia abajo y dejó caer su cabello (lacio y claro como una hermosa cascada de agua cristalina)  por sobre su cara (¿dije que era armónica y bella?  ). Unas gotas de mar trazaron su semblante. Sus movimientos parecían suspenderse en el viento. El encono venció a Jorge (¿encono?) y como un gran yunque su mano cayó sobre ese delicado violín de seda, hecho únicamente para trazar melodías consonantes, irrumpiendo de ese modo con acordes estridentes, con otros tonos, en otra obra, de otros tiempos…
   La imagen paralizó a ambos, es estruendo hizo crujir las almas  y el llanto ciego le tendió su caricia. La unión sanguínea de estos seres hizo eco ante las diferencias que ahora los separaban, como dos continentes, que hacia millones de años se encontraban unidos y que ahora estaban separados por kilómetros de ríos, mares, océanos, y sus costas eran tan invisibles como irreconciliables.
   La agudeza y templanza de Irene estuvo en captar la primera orden de su padre, y esta percepción permitió ver lo horrible del accionar de Jorge. “al fin y al cabo ella no tiene la culpa de las ausencias de su madre”, pensó. Los segundos transcurrieron como tildados y eléctricos, decidió ganar la puerta para evadir las situaciones ulteriores y dejar a su pequeña Irene en su habitación con sus débiles y prematuros años llorando en silencio (que es el peor de los llantos).
  Ya en el corredor hizo referencia de su ineficacia con un certero puñetazo hacia los tabiques de la pared. El dolor y la hinchazón se hicieron presentes a medida que descendía su exaltación. Bajó por las escaleras y se dirigió a la cocina por algo de hielo, se sentó en  una de  las sillas y se dispuso a enfriar su mente.
  El reloj de pared marcaba las 11:33 pm, la escalera parecía ahora un ascenso al Tártaro, donde las llamas lo perturbaban.-lo más fácil-pensó- seria ir en busca del perdón- pero la vaga idea del reencuentro lo tendía hacia el precipicio, Irene lo miraría y le diría perdón, y eso bastaría para su alma, pero la cicatriz insondable que acababa de impartir se agrandaría con el trajinar de los días, y la sutileza de su inocencia exasperaba a Jorge, adhiriendo a su crueldad impartida. El segundero cintilaba en su cabeza, los mosaicos de la cocina, a los que ahora observaba con detenida atención pero con mirada perdida, alternaban entre en negro y el blanco, cubriendo así el ancho del recinto, que trazaba su horizonte en lejanías obscuras, un viento helado envolvió su cuerpo y las huestes se alinearon frente a él.
   El paisaje era sombrío y un aroma a sangre envolvía el ambiente, hacia el este una fila de soldados taciturnos protegía el batallón negro, hacia el sudoeste dos guerreros como torres resguardaban desde las esquinas, a sus lados (izquierda y derecha respectivamente) dos jinetes, también de lienzos negros, agitaban los vientos con sus espadas hoscas,  por esa línea se hallaban dos caballeros de marfil que se mantenían erguidos en sus casillas, mientras que en el centro dos sujetos ,también armados, con desdenes de subordinación mantenían sus ojos mirando hacia el norte. La neblina espesa cortaba el tiempo en dos. Un grito se escuchó del otro lado de la espesura y un soldado de vestiduras blanquecinas avanzó por sobre el campo cuadriculado, y la defensa de soldados taciturnos comenzó a moverse lentamente. Jorge dio un paso hacia adelante para no perderlos de vista, quiso correr pero no pudo, sus piernas le pesaban y sus movimientos eran lentos. Quiso  llorar y se echó al suelo, sus rodillas pesaron sobre un gran cuadrado blanco, el campo parecía de mármol, se miró las manos, parecían endurecerse y debilitarse a la vez, en su diestra cargaba una espada pobremente afilada y traía vestiduras penumbrosas. La sangre era parte del aire, las cabezas de las torres crujían sobre el suelo de mármol, los caballos gemían los peores preludios, su coraje envilecía –pobre Irene- pensó, se quedaría tan sola si algo llegara a pasarme. ¿O acaso…? La voz súbita de Irene, aquella chiquilla rutilante, lo reflejó ante la cota del jinete áureo, las patas delanteras del corcel se alzaron frente a Jorge al mismo tiempo que la espada temperada ahondaba en sus harapos. Una fuerza ancestral se esparció por sus entrañas, mientras la sangre se ramificaba en el suelo para volverse parte del aire, como él mismo. Sus ojos advirtieron las lágrimas que iban fecundando su faz, lágrimas lejanas, que no le pertenecían, y ahí supo comprender el dolor, y se dejó caer al suelo cuando el jinete ejecutó el movimiento inverso con su espada que reflejaba la luna, como a un reloj infinito, y oyó el cabalgar del caballo áureo alejarse hacia el noreste, y la sangre, el mármol, las lagrimas, Irene y la luna se fundieron para ser el último suspiro.
  El segundero seguía contando (en la quietud de la noche sus golpes se volvían con un estridencia peculiar). Abrió los ojos húmedos y dirigió la mirada hacia esa luna infinita. 2: 25 de la madrugada. Tan solo en unas horas debía partir para el trabajo y una sensación de calma recobrada se esparció por su ser, se incorporó lentamente de su silla y se dirigió a la escalera sonriente, ya en los últimos escalones echó un vistazo final a los pisos de mármol que dejaron ver un camino de sangre que culminaba en su estómago, Jorge llevó sus manos a su abdomen mientras una llamarada parecía arrebatarle la mirada.