miércoles, 21 de marzo de 2012

El ambulante del laberinto nocturno(II)


   Adonis despertó sobre el árido suelo de Tesalia, vislumbró desde allí las rocosas colinas del monte Olimpo, el cielo destellante coronado por nieves eternas conmovió su espíritu. Caminó hacia el este por largas horas, la noche apaciguaba el canto de dulces doncellas que se asomaban a celebrar su presencia, él las aceptaba con gran decoro y correspondía con sus dichosos encantos. En su andar suave y prolijo se tropezó con un  charco que lo salpicó hasta las rodillas, al principio se mostró molesto, pero al ver el agua cristalina que reflejaba su imagen se arrodilló ante ella y observó con admiración y paridad el bello rostro que devolvía el pequeño estanque, su semblante era armónico y atractivo, su cuerpo era fuerte y fornido, su mirada era apacible y sosegadora. Se levantó, se sentía viril y saludable.
  Siguió su camino, esta vez sin rumbo fijo, las mujeres más deseadas se abalanzaban sobre él ofreciéndoles todo tipo de lujurias y proposiciones indecorosas, a lasque él rechazaba debido a su desgano. Le gustaba mostrarse inalcanzable, pero a la vez sabia que ninguna de aquellas damas podía saciar las pasiones que lo perturbaban, conocía que la fuente de todo amor erótico y real procedía de una sola mujer, y aunque habría intentado buscarla en otras, nunca lo había conseguido.
  Siguió durante un tiempo hasta que las galaxias culminaron frente a él, las conjeturas del universo estaban a su disposición, la tertulia celestial se paseaba a su lado, y los caminos de la sabiduría cundían en su andar, las escalinatas hacia la inmortalidad y la juventud eterna se abrían a su paso. Adonis contempló el entorno con gran serenidad, todo eso no bastaba para su espíritu, si bien, los placeres entregados le producían cierta satisfacción,  no lograban aplacarlo.  En el transcurso de  su andar cósmico un agujero negro le entregó el Libro de la Sabiduría Eterna, éste poseía todos los secretos del universo, se cree que solo contenía una sola y fatal palabra, lo miro con desdén y lo devolvió hacia los abismos, su búsqueda seguía incompleta. Observó las estrellas desde una cercanía imprudente, caviló entre la creación del mundo y el comportamiento humano, al que él  aducía desde alturas inconmensurables. Nada lo saciaba.
 Su paso prosiguió por eras discontinuas y errantes, de a momentos se encontraba sobre los empedrados de tabernas londinenses, y en otras disfrutaba la creación en su esplendor, codeándose con los parisinos de la Belle époque. A veces oía conciertos de Mozart y  Brahms, y más tarde observaba las cruentas guerras orientales. Todo eso llamaba notablemente su atención, pero la bastedad infinita que lo rodeaba concluía en un punto. Comenzó a hacer frio.
  Adonis arrastraba los pies mirando al suelo, ya no dirigía su mirada a los senderos y trataba de  encontrar algo en  su cabeza, quizás fuera su corazón- ¿habría tenido corazón?- no lo sabía. -aunque una vez…- estas palabras se hicieron eco en el viento. Su caminata desmedida lo mostró frente al Faro de Alejandría, lo contempló por unos segundos,  ese fuego era realmente cálido y maravilloso. Se inquietó, unos sollozos lo anegaron - yo ardí así alguna vez. Volvió su vista al suelo - una  vez…- el alquimista  recordó. 
  Cuando sus penas tendían a derrotarlo, el espacio cambió de forma, de pronto, se encontró en un viejo bosque, frío y silencioso, el faro seguía iluminando de fondo y una luz potente y cegadora surgió de las cumbres y marcó un punto en el bosque. Casi sin dudarlo corrió hacia la luminiscencia que señalaba en la hojarasca.  A medida que iba avanzando, el paisaje comenzó a serle familiar, el olor a los pinos  le llenó los pulmones y le dio fuerzas para seguir corriendo, se despojó de ramas que cubrían su andar y en varias ocasiones se quedó con los retazos de  las arboledas, su excitación crecía a medida que avanzaba.  El bosque comenzó a transformarse y se mostró confuso, las imágenes lo transportaban a eras singulares, propias.
  Llegó a su destino, la luz alumbraba la entrada a un laberinto de ligustros penetrantes, bajo las hojas de la puerta se manifestaba unas palabras que le parecieron ilegibles en un principio, luego el candil  subió hasta  aquel mensaje y resopló  en voz alta-
“la verdad y el dolor culminan en la resolución”
  A él no le importaron estas advertencias, sabía que lo único verdadero que sintió había sido hermoso, ¿y por qué no habría de dolerle? Si había sido destellante y fugaz, como el origen de toda felicidad.
  Ingresó al laberinto verde, las llamas se apagaron y la luna era la única lumbre en aquella noche distante. Comenzó su trajinar, los espectros nocturnos soplaban y se cruzaban frente a él, no sintió  temor. Tomó caminos azarosos, guiado por una especie de intuición, quizá estaba girando en círculos, pero él no lo advirtió. Entre  silbidos de las tinieblas, emergió una voz clara y nívea que entonaba un viejo vals, extrañado por la efímera consonancia  siguió tutelado por su oído, tomando rectas y curvas infinitas  que amortajaban el dulce canto de aquella risueña voz de soprano. Al sentirse un poco más cerca, descubrió que ese pequeño vals que sonaba entre las auras, era nada más ni nada menos que su tonada  predilecta, y sólo había existido una persona en todo el mundo que conocía dicha preferencia.
  Comenzó a agitarse y abrirse paso entre los ligustros, sus brazos rasgados y sangrantes volcaban la savia sobre el césped, la voz se hizo de cristal. Detuvo su corrida. Entre la arboleda vislumbró una figura de mujer, era completamente bella y acompañaba su canto con una pequeña guitarra que trazaba pentagramas en la brisa, ella alzó la vista, y sus ojos celestes y profundos penetraron en él.
– ¡Isabel! – gimió el ambulante en un grito desesperado, el laberinto se resolvía con ella. Una niebla blanquecina y tenaz envolvía a Isabel y la iba aclarando de a poco. Reanudó su paso con desmesura, tropezó y cayó fuertemente, se incorporó en el instante e intentó alcanzarla
 - ¡Isabel!-sollozó.  Gritó su nombre  con peculiar énfasis, arrodillado ante la perpetuidad,  pero ella ya se había desvanecido antes de que culminase. Él se arrojó ante la niebla, se convirtió en pez y revotó contra el suelo,  fue pájaro, sobrevoló la bruma desesperado, con aleteo incesante. Cuando solo yacían cenizas húmedas, una fuerza interior lo mutó por completo y se volvió en una rosa que cayó suavemente sobre la hierba, sus pétalos rojos volaron con el vaho reminiscente, y en sus espinas punzantes  la lluvia cesó por completo.
   La neblina se disipó, y las lágrimas más límpidas tañeron  su almohada.

martes, 20 de marzo de 2012

El ambulante del laberinto nocturno(I)




  El viajero de los tiempos, solemne y taciturno como solía mostrarse ante el mundo, recorrió con la vista las paredes de su precaria habitación. La suciedad rebalsaba  por sobre los hexagramas laterales que cobijaban un verde claro, y que en tiempos remotos daban vida a su pequeño cuartucho. Hoy se mostraba agreste, con manchas que descendían del techo  y daban la impresión de haber sido desgarradas por manos grandes y oscuras, de uñas filosas y lúgubres. Las dimensiones eran reducidas, sobre la pared en que estaba la puerta había un pequeño armario que se caía a pedazos, cuyas puertas permanecían la mayor del tiempo abiertas y con cajones que no se conciliaban en fluir cuando la pertinencia de acceder a ellos se les presentaba.
   En  el parapeto enfrentado se hallaba un ventanal, el único vuelo emocional al que este nómada errante y humilde podía acceder. El agua estrepitosa de lluvias lejanas lo motivaban, el aire envuelto en esa fragancia única lo transportaba hacia otras eras, otras galaxias remotas, pasados férreos y felices, recuerdos que, seguramente, no le eran propios, pero que él disfrutaba evocándolos. Bajo los muros del ventanal reposaba su cama, una vieja catrera de maderas chillantes que se mecían ante el mínimo estupor, y a los pies del lecho se hallaba un espejo empañado por los años, impío con el transeúnte,  aunque él detestaba la imagen recibida, sentía que era necesario tenerlo allí, quizá solo para recordarle el infortunio de su existencia, por martirio propio, o tal vez por  la simple parquedad de la aceptación.
   De la ventana surgieron unos haces moribundos que oscilaban ante la vertiginosidad del viento. Estos rayos iluminaron la solemne habitación y dejaron ver el reflejo del viajero en el espejo, éste lo contempló por unos instantes, lo aborreció, se odió a sí mismo por ser desdichado. La terquedad de la imagen discontinua lo hizo cavilar en sombríos pensamientos, que a veces desembocan en la respuesta cándida (tan cándida como se mostraban las centellas del sol refractario) de su soledad unánime, y en otras, sus pensamientos se entrelazaban como dos rosales abrazados e inseparables, y en varias ocasiones, como miles de rosales que penetraban sus espinas unos contra otros, sintiéndose en oportunidades como uno más de esos ramajes, atrapado en el medio de puntas filosas y dolorosas que sangraban su sabia roja, y nunca llegaban a tocar el suelo. Estas reflexiones lo estremecían realmente.
   La conmoción lo abatió, se sintió dolorido y decidió reposar unos instantes sobre su almohada, el único objeto que apreciaba de todo ese caos. En ese instante las inflexiones de la catastrófica realidad que lo acorralaba lo incomodaron nuevamente, vagó por profundidades esquivas e hipotéticas para un posible dribleo de su situación actual. La palabra dribleo lo remembró a su niñez de escasas y de burlonas amistades. – Quizá si hubiese aprendido a jugar bien a la pelota todo hubiese sido diferente  –  pensó. Luego se detuvo por unos segundos y se animó:
- ¡sí, me habrían respetado!-dijo exaltado- Y la hermosa Isabel se habría fijado en mí y no en ese salame de Javier- replicó con sequedad.
   En ese momento imágenes de  Isabel lo invadieron, la recordó pura, de rizos dorados, y una mirada celestial y dulce, pero a la vez profunda, como aquellas que esconden un horror permanente, él hubiese dado la vida para sacarla de aquella perturbación. Su cara angelical se cruzó en su cabeza y se mezcló con los retazos que nunca pudo olvidar, su amor se marchaba con otro, y los ligustros que abrazaban su confesión inminente, perecieron en el instante en el que el beso los vio partir. Esa noche llovió intensamente.
  Al cabo de  estas minutas que se escribieron dolosamente en su cerebro exclamó- menos mal que nunca gambeteé ni a un adoquín-.
   Miró al techo una vez más, los bagajes emocionales cesaron de forma exigua, acompañados por agotamiento. El colchón viejo y oloroso pareció dar tregua durante unos soplos, y el chillido de su cama culmino conjuntamente, la preciada almohada de plumas alzó sus pequeñas alas y surtió el efecto de unas caricias, como las que puede dar la mano blanda de una amada preciada en la seda del otoño. En el ambiente la temperatura descendió y los golpes del viento contra la ventana enmarcaron el deleite del momento que lo atiborró. Una brisa empezó a silbar en el oído la melodía  más bella, las danzas de la llovizna comenzaron a bailar alrededor de él, se envolvió en sus frazadas y se dejó ceñir por los acordes garuados, las caricias plumíferas comenzaron a dar su vuelo certero. Una bruma espesa y blanquecina empezó a brotar de los pisos de su cuarto, esta neblina colmó poco a poco el lugar y trepó como una enredadera desfalleciente por la cama del poeta, avanzando lentamente por sus pies. Cuando llegó al otro extremo, la espesura abrazó sus ojos y se introdujo entre los suspiros de su boca. El espejo calló  y los bailes que comenzaron tímidos y menguados chapotearon vivamente sobre él.