miércoles, 24 de abril de 2013

Siciliana


  Su rostro se había endurecido. Irene contemplaba la situación con lejana incertidumbre, era muy chica para comprender el peso de sus palabras. <Perdón> susurró su voz cristalina que se empezaba a resquebrajar a causa de un llanto inminente. Sus ojos gris verdosos, de mirada tierna y textura de la miel crisparon, su piel blanquecina se tornó rojiza y su semblante se contrajo para detener las lágrimas próximas, como quien intenta contener el desborde de un gran balde con agua asediado por tormentas.
  Él la miró con comprensión foránea, intentaba soslayar su carácter petulante. <No llores> gimió Jorge en un grito conclusivo, casi extranjero. Irene se volvió para mirarlo, sus ojos destellantes (que él advertiría a la hora de la redención, le hacían acordar a su madre) buscaron un consuelo vanidoso. Jorge advirtió la situación con infinita complacencia, esa niña, tan pequeña  como era, aquel barranco emocional que se escapa de los confines de su control, el alma límpida de la pequeña Irene, sus labios inferiores y sus mandíbulas que temblaban incesantemente, como penetrados por temperaturas bajo cero, intentando acatar la orden recientemente dada.
 Quizá se habría sentido acorralado ante la desproporción de las magnitudes emocionales, o tal vez otro mal día laboral le habría hecho perder la conciencia, la voz pedante de Menéndez que le retumbaba en la cabeza < ves que no servís para nada>, <Gutiérrez  necesitamos esos papeles para el martes>, habría hecho estallar su ira contenida que tenía como interlocutor a esa pequeña niña de cabello corto y semblante taciturno (¡Es igual a su madre!). La tensión del momento arribó como un huracán ante esa represa y las tormentas terminaron por desbordarla. Echó su cabeza hacia abajo y dejó caer su cabello (lacio y claro como una hermosa cascada de agua cristalina)  por sobre su cara (¿dije que era armónica y bella?  ). Unas gotas de mar trazaron su semblante. Sus movimientos parecían suspenderse en el viento. El encono venció a Jorge (¿encono?) y como un gran yunque su mano cayó sobre ese delicado violín de seda, hecho únicamente para trazar melodías consonantes, irrumpiendo de ese modo con acordes estridentes, con otros tonos, en otra obra, de otros tiempos…
   La imagen paralizó a ambos, es estruendo hizo crujir las almas  y el llanto ciego le tendió su caricia. La unión sanguínea de estos seres hizo eco ante las diferencias que ahora los separaban, como dos continentes, que hacia millones de años se encontraban unidos y que ahora estaban separados por kilómetros de ríos, mares, océanos, y sus costas eran tan invisibles como irreconciliables.
   La agudeza y templanza de Irene estuvo en captar la primera orden de su padre, y esta percepción permitió ver lo horrible del accionar de Jorge. “al fin y al cabo ella no tiene la culpa de las ausencias de su madre”, pensó. Los segundos transcurrieron como tildados y eléctricos, decidió ganar la puerta para evadir las situaciones ulteriores y dejar a su pequeña Irene en su habitación con sus débiles y prematuros años llorando en silencio (que es el peor de los llantos).
  Ya en el corredor hizo referencia de su ineficacia con un certero puñetazo hacia los tabiques de la pared. El dolor y la hinchazón se hicieron presentes a medida que descendía su exaltación. Bajó por las escaleras y se dirigió a la cocina por algo de hielo, se sentó en  una de  las sillas y se dispuso a enfriar su mente.
  El reloj de pared marcaba las 11:33 pm, la escalera parecía ahora un ascenso al Tártaro, donde las llamas lo perturbaban.-lo más fácil-pensó- seria ir en busca del perdón- pero la vaga idea del reencuentro lo tendía hacia el precipicio, Irene lo miraría y le diría perdón, y eso bastaría para su alma, pero la cicatriz insondable que acababa de impartir se agrandaría con el trajinar de los días, y la sutileza de su inocencia exasperaba a Jorge, adhiriendo a su crueldad impartida. El segundero cintilaba en su cabeza, los mosaicos de la cocina, a los que ahora observaba con detenida atención pero con mirada perdida, alternaban entre en negro y el blanco, cubriendo así el ancho del recinto, que trazaba su horizonte en lejanías obscuras, un viento helado envolvió su cuerpo y las huestes se alinearon frente a él.
   El paisaje era sombrío y un aroma a sangre envolvía el ambiente, hacia el este una fila de soldados taciturnos protegía el batallón negro, hacia el sudoeste dos guerreros como torres resguardaban desde las esquinas, a sus lados (izquierda y derecha respectivamente) dos jinetes, también de lienzos negros, agitaban los vientos con sus espadas hoscas,  por esa línea se hallaban dos caballeros de marfil que se mantenían erguidos en sus casillas, mientras que en el centro dos sujetos ,también armados, con desdenes de subordinación mantenían sus ojos mirando hacia el norte. La neblina espesa cortaba el tiempo en dos. Un grito se escuchó del otro lado de la espesura y un soldado de vestiduras blanquecinas avanzó por sobre el campo cuadriculado, y la defensa de soldados taciturnos comenzó a moverse lentamente. Jorge dio un paso hacia adelante para no perderlos de vista, quiso correr pero no pudo, sus piernas le pesaban y sus movimientos eran lentos. Quiso  llorar y se echó al suelo, sus rodillas pesaron sobre un gran cuadrado blanco, el campo parecía de mármol, se miró las manos, parecían endurecerse y debilitarse a la vez, en su diestra cargaba una espada pobremente afilada y traía vestiduras penumbrosas. La sangre era parte del aire, las cabezas de las torres crujían sobre el suelo de mármol, los caballos gemían los peores preludios, su coraje envilecía –pobre Irene- pensó, se quedaría tan sola si algo llegara a pasarme. ¿O acaso…? La voz súbita de Irene, aquella chiquilla rutilante, lo reflejó ante la cota del jinete áureo, las patas delanteras del corcel se alzaron frente a Jorge al mismo tiempo que la espada temperada ahondaba en sus harapos. Una fuerza ancestral se esparció por sus entrañas, mientras la sangre se ramificaba en el suelo para volverse parte del aire, como él mismo. Sus ojos advirtieron las lágrimas que iban fecundando su faz, lágrimas lejanas, que no le pertenecían, y ahí supo comprender el dolor, y se dejó caer al suelo cuando el jinete ejecutó el movimiento inverso con su espada que reflejaba la luna, como a un reloj infinito, y oyó el cabalgar del caballo áureo alejarse hacia el noreste, y la sangre, el mármol, las lagrimas, Irene y la luna se fundieron para ser el último suspiro.
  El segundero seguía contando (en la quietud de la noche sus golpes se volvían con un estridencia peculiar). Abrió los ojos húmedos y dirigió la mirada hacia esa luna infinita. 2: 25 de la madrugada. Tan solo en unas horas debía partir para el trabajo y una sensación de calma recobrada se esparció por su ser, se incorporó lentamente de su silla y se dirigió a la escalera sonriente, ya en los últimos escalones echó un vistazo final a los pisos de mármol que dejaron ver un camino de sangre que culminaba en su estómago, Jorge llevó sus manos a su abdomen mientras una llamarada parecía arrebatarle la mirada.