viernes, 7 de diciembre de 2012

un final



“Ay si supieras todos los versos que te dediqué, si pudieras al menos presentir la hendidura que tallaste en mi alma, un hueco insondable con esa navaja áurea que es tu sonrisa.”
  
  Sí, a veces se me da por escribir, no es que sea un poeta ni mucho menos, pero tu simple presencia me bastaba para querer socorrer con mi pluma algunas líneas aisladas que me liberen de tu indiferencia. ¿Pero es indiferencia? Si estabas allí, me hablabas, parecías mirarme, entre los vestíbulos de tus iris, bajo párpados que tendían a inclinarse en un horizonte risible, pero tímido, como apretando dos diminutas esferas de miel, y en un pestañeo, solo un abrir y cerrar de ojos, crepitaban las colmenas y un ocaso taciturno mecía tus faces, una caricia para cualquier interlocutor que supiera interpretar tu naturaleza. Pero no me quisiera distraer, yo veía que me mirabas distante, mirabas como podías mirar una vidriera o un árbol (quizá esta última pueda ser un poco más cuestionable por tu amor a la naturaleza), ¿pero acaso no formaba yo parte de ella? Definitivamente era indiferencia.
 Ay esa tarde que caminabas hacia mí, por la acera que contrastaba con tus pasos, esa calle atiborrada de residuos y hojas llenas de otoño (de esas que figuran en la bandera de Canadá, nunca supe el nombre del árbol). Pero qué era el otoño sino una parte de vos, como esa hoja que vuela lejos de sus raíces, tan parecida a las demás, pero distinta, infinitamente distinta, y el encono me sumergía al verlas, al querer confundirme. Similares pero sencillamente no eran las que amaba. Ay pero cómo no recordarla, si venías hacia donde estaba yo, por ese mismo sendero (ya mencionado) arrastrando con vos las hojitas y tu indiferencia (definitivamente indiferencia). Recuerdo haber aproximado la cara para saludarte, y ahí seguías vos, cabizbaja, en tu mundo, al que habría querido penetrar de mil maneras, del que soñaba con formar parte de ese paisaje, qué bello era. Pero no quiero abstraerme más que de los simples detalles, seguiste tu camino y yo inclinado hacia vos, como quien va a tomar agua de un bebedero invisible, paralizado por tu distracción.  ¿Pero cómo? Si vos, que formabas parte de todos mis paisajes, si yo que reconocía tu andar en el eco de la distancia, que olía tu perfume de ámbar en el insomnio del ocaso, que veía tu risa en el… Pero yo parte anónima del avisaje diario (algo así como un farol, pero menos que un perro) tendido en la calle, suspendido como por un hilo transparente, viendo cómo te perdías entre las baldosas. Aún conservo aquella hoja que pateaste en tu andar, hasta aquello parecías hacerlo con armonía taciturna. Pero nada cabía en mí, ni ser pateado, poco menos que una hoja.
 Ay cómo lloré, ¡si supieras cómo lloré! Cuando me revelabas tu relación más secreta. Como si en el fondo presintieras mi dolor y quisieras arrancarlo para siempre mi alma. Pero no advertiste en lo amable de tu ser la hendidura, el cráter que acababas de generar. Y así se desplomaba mi ser con tu ausencia, soplando mi castillo de naipes que había construido a tu alrededor, dejándome así, en el suelo, repartido en cientos de hojas, como un sendero otoñal.
  Si al menos me hubieses visto sufrir al ver tu cuerpo tendido sobre aquel colchón de hojas crujientes, quizá me hubieses estimado un poco más (algo así como un ave). Todavía me parece sentir la pólvora y tus ojos por fin sinceros, esparciéndose en el viento, como otra parte de mí, como una lágrima certera. Pero ya está, debo superarlo, estas sí son las últimas líneas que te dedico.