martes, 20 de marzo de 2012

El ambulante del laberinto nocturno(I)




  El viajero de los tiempos, solemne y taciturno como solía mostrarse ante el mundo, recorrió con la vista las paredes de su precaria habitación. La suciedad rebalsaba  por sobre los hexagramas laterales que cobijaban un verde claro, y que en tiempos remotos daban vida a su pequeño cuartucho. Hoy se mostraba agreste, con manchas que descendían del techo  y daban la impresión de haber sido desgarradas por manos grandes y oscuras, de uñas filosas y lúgubres. Las dimensiones eran reducidas, sobre la pared en que estaba la puerta había un pequeño armario que se caía a pedazos, cuyas puertas permanecían la mayor del tiempo abiertas y con cajones que no se conciliaban en fluir cuando la pertinencia de acceder a ellos se les presentaba.
   En  el parapeto enfrentado se hallaba un ventanal, el único vuelo emocional al que este nómada errante y humilde podía acceder. El agua estrepitosa de lluvias lejanas lo motivaban, el aire envuelto en esa fragancia única lo transportaba hacia otras eras, otras galaxias remotas, pasados férreos y felices, recuerdos que, seguramente, no le eran propios, pero que él disfrutaba evocándolos. Bajo los muros del ventanal reposaba su cama, una vieja catrera de maderas chillantes que se mecían ante el mínimo estupor, y a los pies del lecho se hallaba un espejo empañado por los años, impío con el transeúnte,  aunque él detestaba la imagen recibida, sentía que era necesario tenerlo allí, quizá solo para recordarle el infortunio de su existencia, por martirio propio, o tal vez por  la simple parquedad de la aceptación.
   De la ventana surgieron unos haces moribundos que oscilaban ante la vertiginosidad del viento. Estos rayos iluminaron la solemne habitación y dejaron ver el reflejo del viajero en el espejo, éste lo contempló por unos instantes, lo aborreció, se odió a sí mismo por ser desdichado. La terquedad de la imagen discontinua lo hizo cavilar en sombríos pensamientos, que a veces desembocan en la respuesta cándida (tan cándida como se mostraban las centellas del sol refractario) de su soledad unánime, y en otras, sus pensamientos se entrelazaban como dos rosales abrazados e inseparables, y en varias ocasiones, como miles de rosales que penetraban sus espinas unos contra otros, sintiéndose en oportunidades como uno más de esos ramajes, atrapado en el medio de puntas filosas y dolorosas que sangraban su sabia roja, y nunca llegaban a tocar el suelo. Estas reflexiones lo estremecían realmente.
   La conmoción lo abatió, se sintió dolorido y decidió reposar unos instantes sobre su almohada, el único objeto que apreciaba de todo ese caos. En ese instante las inflexiones de la catastrófica realidad que lo acorralaba lo incomodaron nuevamente, vagó por profundidades esquivas e hipotéticas para un posible dribleo de su situación actual. La palabra dribleo lo remembró a su niñez de escasas y de burlonas amistades. – Quizá si hubiese aprendido a jugar bien a la pelota todo hubiese sido diferente  –  pensó. Luego se detuvo por unos segundos y se animó:
- ¡sí, me habrían respetado!-dijo exaltado- Y la hermosa Isabel se habría fijado en mí y no en ese salame de Javier- replicó con sequedad.
   En ese momento imágenes de  Isabel lo invadieron, la recordó pura, de rizos dorados, y una mirada celestial y dulce, pero a la vez profunda, como aquellas que esconden un horror permanente, él hubiese dado la vida para sacarla de aquella perturbación. Su cara angelical se cruzó en su cabeza y se mezcló con los retazos que nunca pudo olvidar, su amor se marchaba con otro, y los ligustros que abrazaban su confesión inminente, perecieron en el instante en el que el beso los vio partir. Esa noche llovió intensamente.
  Al cabo de  estas minutas que se escribieron dolosamente en su cerebro exclamó- menos mal que nunca gambeteé ni a un adoquín-.
   Miró al techo una vez más, los bagajes emocionales cesaron de forma exigua, acompañados por agotamiento. El colchón viejo y oloroso pareció dar tregua durante unos soplos, y el chillido de su cama culmino conjuntamente, la preciada almohada de plumas alzó sus pequeñas alas y surtió el efecto de unas caricias, como las que puede dar la mano blanda de una amada preciada en la seda del otoño. En el ambiente la temperatura descendió y los golpes del viento contra la ventana enmarcaron el deleite del momento que lo atiborró. Una brisa empezó a silbar en el oído la melodía  más bella, las danzas de la llovizna comenzaron a bailar alrededor de él, se envolvió en sus frazadas y se dejó ceñir por los acordes garuados, las caricias plumíferas comenzaron a dar su vuelo certero. Una bruma espesa y blanquecina empezó a brotar de los pisos de su cuarto, esta neblina colmó poco a poco el lugar y trepó como una enredadera desfalleciente por la cama del poeta, avanzando lentamente por sus pies. Cuando llegó al otro extremo, la espesura abrazó sus ojos y se introdujo entre los suspiros de su boca. El espejo calló  y los bailes que comenzaron tímidos y menguados chapotearon vivamente sobre él.

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